sábado, 29 de septiembre de 2007

Jodorowsky anuncia una nueva película
Alejandro Jodoroswsky presentó en la Casa de América de Madrid su último libro 'El tesoro de la sombra' y durante la conferencia de prensa anunció sus dos próximos proyectos: un libro de magia para niños y 'King shot', su esperado regreso al cine.

"Todo surgió en el Festival de Cine Latinoamericano de Los Ángeles, pasaron Santa Sangre y yo miraba sorprendido la sala abarrotada y oía los aplausos del público. Luego se me acercaron Nick Nolte y Daryl Hannah para pedirme que hiciese otra película. Entonces manos a la obra", dijo Jodorowsky, para luego anunciar que el elenco incluía además a Santiago Segura ("me encantó Torrente") y al músico Marilyn Manson.

post data: parece que la película se llamaría los hijos del topo pero no se le permitió por derechos de autor, además se incluiría la participación de Johnny Depp y su estreno se daría para el 2009.

lunes, 24 de septiembre de 2007

"Cada día que pasa te extraño más recuerdo cuando no tenía que buscarte, solo estabas ahi esperando a que te tomara. Pero ahora tengo que usar viagra donde quedaste mi ereccion."

Palabras dichas por el llorch mientras fumabamos afuera del Diario en 24 de sep. del 2007.

jueves, 20 de septiembre de 2007

OMNES VULNERANT, POSTUMA NECAT.

martes, 18 de septiembre de 2007

este es el primer texto considerado como una prosa poética.

Gaspar de la Noche
Por Aloysius Bertrand

Un gótico torreón y una gótica aguja1 en un cielo ilusorio tal Dijón, a lo lejos. Sus alegres parrales no tienen paralelos. Sus campanarios antes llegaban hasta diez. Allí más de una muestra fue esculpida o pintada; y más de una portada despliega su abanico.

Dijón ¡que te impacientas Y mi laud precario te canta la mostaza como tu Jacquemart! QUIERO a Dijón como el niño a su ama, que lo alimentó; como el poeta a la jovencita que inició su corazón. ¡Infancia y poesía! ¡Qué efímera es una y qué engañosa la otra! La infancia es una mariposa que se afana en quemar sus blancas alas en las llamas de la juventud, y la poesía es como el almendro: sus flores son perfumadas y sus frutos amargos. Estaba un día, sentado y solitario en el jardín del Arcabuz -llamado así por el arma que antes señalaba allí, tan a menudo, la destreza de los caballeros de Papeguay-. Inmóvil sobre su banco, se me hubiera podido comparar a la estatua del baluarte Bazire. Esta obra maestra del figurista Sévallée y del pintor Guillot, representaba un abate sentado y leyendo. Nada faltaba a su atavío. De lejos, se le tomaba por una persona; de cerca, se veía que era un yeso. La tos de un paseante disipó el enjambre de mis sueños. Era un pobre diablo cuyo exteriornoanunciabanadamásquemiseriasysufrimientos.Yohabíaobservadoya,
en el mismo jardín, su rapada levita, que se abotonaba hasta el mentón; su fieltro deformado, que ningún cepillo cepilló jamás; sus cabellos largos como un sauce y peinados como malezas; sus manos- descarnadas, como osarios; su fisonomía burlona, garduña y enfermiza, afilada por una barba nazarena; y mis conjeturas lo habían colocado caritativamente entre esos artistas modestos, ejecutantes de violín y pintores de retratos, a los que un hambre insaciable y una sed inextinguible condenan a correr el mundo sobre la huella del Judío Errante. Estábamos, entre tanto, dos en el banco. Mi vecino hojeaba un libro de cuyas páginas se desprendió, sin que lo advirtiera, una flor seca. La recogí para entregársela. El desconocido, saludándome, la llevó a sus labios marchitos y la colocó otra vez en el libro misterioso. -¿Esta flor -me atreví a decirle- es, sin duda, el símbolo de algún dulce amor enterrado? ¡Ah! Todos tenemos en el pasado un día de felicidad que nos desencanta el porvenir. -¿Es usted poeta? -me respondió sonriente. El hilo de la conversación se había anudado. ¿En qué bobina iba a devanarse ahora?-Poeta, ¡si es ser poeta haber buscado el arte! -¡Usted ha buscado el arte! ... ¿ Y lo ha encontrado? -¡Pluguiera al cielo que el arte no fuera una quimera! -¡Una quimera!. . . ¡Yo también lo he buscado! -exclamó con el entusiasmo del genio y el énfasis del triunfo. Le pedí que me dijera a qué fabricante de anteojos debía su descubrimiento, ya que el arte había sido para mí lo que una aguja en una pila de heno... -Yo había resuelto -dijo buscar el arte como en la Edad Media los rosacruces buscaron la piedra filosofar. ¡El arte, esa piedra filosofal del siglo diecinueve! "Una pregunta obligó primero mi escolástica.

Me dije: ¿qué es el arte? El arte es la ciencia del poeta. Definición tan límpida como un diamante de las más puras aguas. "Pero, ¿cuáles son los elementos del arte? Segunda pregunta ante la que dudé muchos meses antes de responder. Una noche en que a la luz de una lámpara revolvía el polvoriento depósito de un librero de viejo, desenterré un librito en lengua extravagante e ininteligible, cuyo título se blasonaba con un dragón alado que desarrollaba en una banderola estas dos palabras: Gott-Liebe. Algunos sueldos pagaron ese tesoro. Subí hasta mi bohardilla, y allí, cuando deletreaba curiosamente el libro enigmático ante la ventana bañada por un claro de luna, de pronto me pareció que el dedo de Dios rozaba el teclado del órgano universal. Así, las falenas zumbadoras se desprenden del seno de las flores, que desmayan sus labios a los besos de la noche. Subí a la ventana y miré abajo. ¡Oh, sorpresa! ¿Soñaba? Una terraza que no había imaginado, con las suaves emanaciones de sus naranjos; una joven vestida de blanco, que tocaba el arpa; un anciano vestido de negro, que rogaba, de rodillas. El libro se me cayó de la mano. "Descendí hasta la casa de los inquilinos de la terraza. El anciano era un ministro de la religión reformada, que había cambiado la fría patria de su Turingia por el tibio exilio de nuestra Borgoña. La intérprete del arpa era su única hija, rubia y frágil belleza de diecisiete años deshojada por un mal de languidez; y el libro por mí reclamado era un devocionario alemán para uso de las iglesias del rito luterano con lasarmasdeunpríncipedelacasadeAnhalt-Coëthen.

¡Ah, señor! No removamos una ceniza no adormecida todavía. Isabel no es más que una Beatriz de veste azulada. ¡Está muerta, señor, muerta! Y he aquí el devocionario en que ella derramaba su tímida oración, la rosa donde exhaló su alma inocente. ¡Flor desecada en botón, como ella! ¡Libro cerrado como el libro de su destino! ¡Reliquias benditas que ella no desconocerá en la eternidad, por las lágrimas de que estarán empapadas, cuando rota la piedra de mi tumba por la trompeta del arcángel, me lanzaré por encima de todos los mundos hasta la virgen dorada, para sentarme, al fin a su lado bajo las miradas de Dios! ... -¿Y el arte? -le pregunté. -Lo que en el arte es sentimiento era mi dolorosa conquista. Había amado, había rezado. Gott-Liebe, ¡Dios y amor! Pero lo que en el arte es idea engañaba todavía mi curiosidad. Creí que encontraría el complemento del arte en la naturaleza. Estudié, pues, la naturaleza. "Salía por la mañana de mi casa y no volvía hasta la noche. Luego, acodado sobre el parapeto de un bastión en ruinas, me complacía, durante largas horas, respirar el perfume salvaje y penetrante del alelí que motea con sus ramitos de oro el traje de yedra de la feudal y caduca ciudad de Luis Xl; ver accidentarse el paisaje tranquilo con un golpe de viento, con un rayo de sol o con un aguacero; jugar el papafigo y los pajaritos de las hayas en el plantel salpicado de sombras y de claridades; los zorzales llegados de la montaña, vendimiar la viña bastante alta y frondosa para esconder el ciervo de la fábula; abatirse los cuervos desde todos los rincones del cielo en bandas fatigadas sobre el esqueleto de un caballo abandonado por el desollador en algún bajo verdoso; escuchar a las lavanderas que hacían resonar sus coplas alegres al borde del Suzón y al niño que cantaba una melodía lastimera girando bajo la muralla la rueda del cordelero. A veces abría a mis sueños un sendero de musgo y de rocío, de silencio y de quietud, lejos de la ciudad. ¡Cuántas veces arrebaté sus ruecas de frutos rojos y ácidos a los zarzales mal frecuentados de la fuente de juvencia y de la ermita de Nuestra Señora del Estanque, la fuente de los Espíritus y de las Hadas y la ermita del Diablo.


¡Cuántas veces recogí el buccino petrificado y el coral fósil en las alturas pedregosas de San José, arrolladas por la tempestad! ¡Cuántas veces pesqué cangrejos en los vados desordenados de los Tilles entre los berros que abrigan la Salamandra helada, y entre los nenúfares, de los cuales bostezan las flores insolentes! ¡Cuántas veces espié a la culebra sobre las playas atascadas de Saulons, que no escuchan más que el grito monótono de la polla acuática y el gemido fúnebre del colimbo! ¡Cuántas veces alumbré con una bujía las grutas subterráneas de Asniers, donde la estalactita destila con lentitud la eterna gota de agua de la clepsidra de los siglos! ¡Cuántas veces canté en el cuerno sobre las rocas perpendiculares de Chèvre.Morte, mientras la diligencia trepaba penosamente el camino a trescientos pies por debajo de mi trono de obscuridad! Y en las noches también, en las noches de verano, balsámicas y diáfanas, cuántas veces salté como un licántropo alrededor de un fuego encendido en el valle cubierto de hierba y desierto, hasta que los primeros golpes de hacha del leñador conmovían a las encinas! ¡Ah, señor! ¡Cuántos atractivos tiene la soledad para el poeta! ¡Yo hubiera sido feliz viviendo en los bosques sin hacer más ruido que el pájaro que bebe el agua de la fuente, que la abeja merodeando el espino y que la bellota cuya caída rompe la enramada! ... -¿Yelarte?-lepregunté.
-¡Paciencia! El arte estaba todavía en los limbos. Había estudiado el espectáculo de la naturaleza; estudié luego los monumentos de los hombres. "Dijón no siempre ha deshilado sus horas ociosas en los conciertos de sus hijos filarmónicos. Se endosó la loriga -se puso el morrión-, blandió la partesana -desenvainó la espada-, cebó el arcabuz -asestó el cañón sobre sus murallas-, recorrió los campos a tambor batiente y enseñas desgarradas, y, como el trovador canoso de la barba que toca la trompeta antes de rasguear el rabel, habría maravillosas historias para contarle, o antes, sus baluartes hundidos, que encajonan en una tierra mezclada de despojos de raíces verdosas de sus castaños de India y su castillo desmantelado, cuyo puente tiembla bajo el paso de la yegua del gendarme, de vuelta al cuartel. Todo certifica dos Dijones: un Dijón de hoy, un Dijón de antaño. "Enseguida despejé el Dijón de los siglos xiv y xv, alrededor del cual corría una muralla de dieciocho torres, de ocho puertas y de cuatro poternas o portelas; el Dijón de Felipe el Atrevido, de Juan Sin Miedo, de Felipe el Bueno y de Carlos el Temerario, con sus casas de argamasa y paredes puntiagudas como el gorro de un loco, con fachadas cerradas por cruces de San Andrés; con sus palacios fortificados, de estrechas barbacanas, de dobles postigos y de patios empedrados de alabardas; con sus iglesias, su santa capilla, sus abadías, sus monasterios, que hacían procesiones de campanarios, de guías, de agujas, desplegando por banderas sus vitroles de oro y de azul; paseando sus reliquias milagrosas, arrodillándose en las criptas sombrías de sus mártires o en el altar florido de sus jardines; con su torrente del Suzón, cuyo curso, cargado de pequeños puentes de madera y de molinos de harina, separaba el territorio del clérigo de San Benigno del territorio del abad de San Esteban, como un alguacil del parlamento arrojaba su vara y su "¡basta!" entre dos litigantes hinchados de cólera 8; y en fin, con sus arrabales populosos, uno de los cuales, el de San Nicolás, ostentaba al sol sus doce calles, ni más ni menos que una gorda marrana de parto sus doce tetas. Yo había galvanizado un cadáver y ese cadáver se había levantado. "Dijón se levanta. ¡Se levanta, camina, corre! Treinta campanas repican en un cielo azul de ultramar, como los pintaba el viejo Alberto Durero. La muchedumbre se apretaba en las hosterías de la calle Bouchepot, en las estufas de la puerta de los Canónigos, en el martillo de la calle San Guillermo, en el cambio de la calle de Nuestra Señora, en las fábricas de armas de la calle de las Forjas, en la fuente de la plaza de los Franciscanos, en el horno común de la calle de Beze, en los mercados de la plaza Champeaux, en el patíbulo de la Plaza Morimont; burgueses, nobles, villanos, soldadesca, sacerdotes, monjes, clérigos, mercaderes, escuderos, judíos, usureros, peregrinos, trovadores, oficiales del parlamento y de la cámara de cuentas, oficiales de gabelas, oficiales de la moneda, oficiales de la jurisdicción de bosques, oficiales de la casa del duque; que claman, que silban, que cantan, que se quejan, que suplican, que maldicen -en basternas, en literas, a caballo, en mulas y en la jaca de San Francisco. ¿Y cómo dudar de esta resurrección? He aquí flotar a los vientos el estandarte de seda, mitad verde, mitad amarillo, bordado con los escudos de armas de la ciudad, que son gules con pámpano de oro y follaje de Sinople.9 "Pero, ¿qué cabalgata es ésta? Es el duque que va a recrearse en la caza.


Ya la duquesa lo ha precedido en el castillo de Rouvres. ¡Qué magnífico equipo y qué numerosocortejo!Monseñorelduqueespoleaauntordillorucio,queseestremeceal
aire vivo y picante de la mañana. Detrás de él caracolean y se pavonean los Ricos de Chalons, los Nobles de Viena, los Bravos de Vergy, los soberbios de Neuehátel, los buenos Barones de Beaufremont. ¿Y esos dos personajes que cabalgan a la cola de la fila? El más joven, al que distinguen su casaca de terciopelo sangre de buey y su insignia de bufón cascabelero, se desgañita de risa; el más viejo, vestido con un capisayo de paño negro, bajo el cual guarda un voluminoso salterio, inclina la cabeza con un aire avergonzado: uno es el rey de los pícaros, el otro, el capellán del duque.10 El loco propone al sabio cuestiones que éste no puede resolver; y mientras el populacho grita ¡Noël!, los palafrenes relinchan y los sabuesos aúllan y los cuernos de caza suenan, ellos, la rienda sobre el cuello de sus monturas lentas, hablan familiarmente de la prudente dama Judith y del esforzado Macabeo. "Entre tanto, un heraldo toca la bocina sobre la torre de la residencia del duque. Anuncia que en el llano los cazadores lanzan sus halcones. El tiempo es lluvioso; una bruma grisácea le oculta a lo lejos la abadía de Citeaux que baña sus bosques en los lodazales; pero un rayo de sol le muestra más próximos y más distintos el castillo de Talant, cuyas terrazas y plataformas se almenan en la nube; las mansiones del señor de Ventoux y del señor de Fontaine, cuyas veletas horadan los macizos de verdor; el monasterio de Saint-Maur, cuyos palomares se aguzan en medio de un vuelo de palomas; la leprosería de Saint-Apollinaire, que no tiene más que una puerta y carece de ventanas; la capilla de Saint-Jacques de Trimolois, que se diría un peregrino cubierto de conchas; y bajo los muros de Dijón, más allá de las granjas de la abadía de Saint-Bénigne, el claustro de la Cartuja, blanco como el hábito de los discípulos de Saint-Bruno. ¡La Cartuja de Dijón! ¡El Saint-Denis de los duques de Borgoña! 11 ¡Ah! ¿Por qué es necesario que los hijos tengan celos de las obras maestras de sus padres? Vaya ahora adonde estuvo la Cartuja, sus pasos chocarán allí bajo la hierba con piedras que fueron seguros de bóvedas, tabernáculos de altares, cabeceras de tumbas, losas de oratorias, piezas en donde el incienso humeaba, donde la cera ardió, donde murmuró el órgano, donde los duques vivientes doblegaron la rodilla, donde los duques muertos posaron la frente. ¡Oh! ¡Nada de la grandeza y de la gloria! ¡Se plantan calabazas en la ceniza de Felipe el Bueno! ¡Nada más de la Cartuja! Pero me equivoco. La portada de la iglesia y la pequeña torre del campanario están de pie. La torrecilla airada y ligera, rama de alelí en la oreja, se asemeja a un jovencito que arrastrara a un galgo; la portada martillada sería todavía una joya digna de colgar del cuello de una catedral. Hay, además, en el patio del claustro, un pedestal gigantesco cuya cruz está ausente y alrededor del cual aparecen en sus nichos seis estatuas de profetas, admirables de desolación. ¿Qué es lo que lloran? Lloran la cruz que los ángeles se llevaron al cielo. "El destino de la Cartuja ha sido el de la mayor parte de los monumentos que embellecían a Dijón en la época de la anexión del ducado al dominio real. Esta ciudad no es más que la sombra de ella misma. Luis XI la había despojado de su poder, la revolución decapitó sus campanarios. No le quedan más que tres iglesias, de siete templos, de una santa capilla", de dos abadías y de una docena de monasterios. Tres de sus puertas están cerradas, sus poternas fueron demolidas, sus arrabales arrasados, su torrente de Suzón se precipitó a las alcantarillas, su población se fue abajoysunoblezahadadounvuelco.¡Ah!BiensevequeelduqueCarlosysus
caballeros, que partieron hará pronto cuatro siglos 12 para la batalla, no han vuelto. "Y yo ambulaba entre esas ruinas como el anticuario que busca medallas romanas en los surcos de una ciudadela, después de una gran lluvia tempestuosa. Dijón, desaparecido, conserva todavía alguna cosa de lo que fue, como esos ricos galos a quienes se enterraba con una moneda de oro en la boca y otra en la mano derecha. -¿Y el arte? -le pregunté. -Estaba un día ocupado, ante la iglesia de Nuestra Señora, en observar a Jacquemart, su mujer y su hijo, que martillaban las doce. La exactitud, la pesadez, la paciencia de Jacquemart serían el certificado de su origen flamenco, aun cuando se ignorara que daba las horas a los buenos burgueses de Courtray, cuando el saqueo de esta ciudad en 1383. Gargantúa escamoteó las campanas de París; Felipe el Atrevido el reloj de Courtray; cada príncipe tiene su talla. Un estallido de risa se escuchó arriba, y distinguí en un ángulo del gótico edificio, una de esas figuras monstruosas que los escultores de la Edad Media aseguraron por los hombros a los aleros de las catedrales; una atroz figura de condenado que, presa de sus sufrimientos, sacaba la lengua, rechinaba los dientes y se torcía las manos. Era ella la que se había reído. -¡Usted tenía una paja en el ojo! -exclamé. -Ni paja en el ojo ni algodón en la oreja. La figura de piedra se había reído, reído con una risa gesticulante, horrible, infernal; pero sarcástica, incisiva, pintoresca. Tuve vergüenza, en mi interior, de haber atendido tan largo tiempo a un maniático. Sin embargo, estimulé con una sonrisa al rosacruz del arte para que prosiguiera su divertida historia. -Esta aventura -continuó- me hizo reflexionar. Pensé que, puesto que Dios y el amor eran las primeras condiciones del arte, lo que en el arte es sentimiento, Satanás podría bien ser la segunda de esas condiciones, lo que en el arte es idea. ¿No es el diablo quien ha construido la catedral de Colonia? "Heme aquí en busca del diablo. Palidezco sobre los libros mágicos de Cornelius Agrippa, y degüello la gallina negra del maestro de escuela, mi vecino. No más diablo allí que en el rosario de una beata. Sin embargo, él existe. San Agustín ha legalizado con su pluma la filiación: Dæmones sunt génere animalia, ingenio rationabilia, ánimo passiva, córpore aerco, témpore eterna. Esto es positivo. El diablo existe. Habla en la cámara, litiga en el palacio, especula con el agio en la bolsa. Se le graba en viñetas, se le pone en novelas, se le viste en los dramas. Se le ve en todas partes, como lo veo a usted. Es para depilarle mejor la barba que los espejos de bolsillo fueron inventados. Polichinela ha errado a su enemigo y al nuestro. ¡Oh! ¡Que no lo haya matado con un golpe de bastón en la nuca! "Bebí el elixir de Paracelso en la noche, antes de acostarme. Tuve un cólico. Por ninguna parte se veía al diablo con sus cuernos y su cola. "Todavía una contrariedad: la tempestad, esa noche, mojaba hasta los huesos a la vieja ciudad acurrucada en el sueño. Como vagaba yo a tientas, no viendo ni gota, por las anfractuosidades de Nuestra Señora, es lo que podrá explicarle un sacrilegio. No hay cerradura de la cual el crimen no tenga la llave. ¡Tenga piedad de mí! Necesitaba una hostia y una reliquia. Una claridad agujereó las tinieblas; muchas otras se mostraron sucesivamente, de modo que pronto distinguí a alguien cuya mano,provistadeunlargoencendedor,distribuíalallamaaloscandelerosdelaltar
mayor. Era Jacquemart, que, no menos imperturbable que de costumbre, bajo su remendado atavío de hierro, terminó su labor, sin parecer inquietarse ni aun apercibirse de la presencia de un testigo profano. Jacobina, arrodillada en las gradas, conservaba una inmovilidad perfecta, en tanto la lluvia manaba de su falda de plomo trabajada al estilo brabantino, de su gorguerita de palastro encajonada como una puntilla de Brujas, de su rostro de madera barnizada como las mejillas de una muñeca de Nuremberg. Yo le balbuceaba una humilde pregunta sobre el diablo y el arte cuando el brazo de la Maritornes se aflojó con la precipitación súbita y brutal de un resorte, y, al ruido cien veces repercutido del pesado martillo que empuñaba, la multitud de abades, caballeros, bienhechores, que pueblan con sus góticas momias las bóvedas góticas de la iglesia, afluyó procesionalmente alrededor del altar deslumbrante de esplendores vivos y alados del pesebre de Navidad. La virgen negra 14, la virgen de los tiempos bárbaros, con una altura de un codo y su trémula corona de hilo de oro, con su veste rígida de almidón y de perla, la virgen milagrosa ante la cual chisporrotea una lámpara de plata, saltó abajo de su pedestal y corrió sobre las baldosas con la velocidad de una perinola. Avanzaba desde las naves profundas, a brincos graciosos y desiguales, acompañada de un pequeño San Juan de cera y lana, que, abrasado por una chispa, se fundió azul y rojo. Jacobina se había armado de unas tijeras para recortar el occipucio de su niñito envuelto en pañales; un cirio iluminó a lo lejos la capilla del bautisterio, y entonces. . . -¿Y entonces? -Y entonces, el sol que lucía por el ojo de una cerradura, los gorriones que picoteaban mis cristales y las campanas que refunfuñaban una antífona en la nube, me despertaron. Había tenido un sueño. -¿Y el diablo? -No existe. -¿Y el arte? -Existe. -Pero ¿dónde? -¡En el seno de Dios! -y sus ojos, en los que nacía una lágrima, sondeaban el cielo. Nosotros no somos, señor, más que los copistas del Creador. La más magnífica, la más triunfante, la más gloriosa de nuestras obras efímeras no es más que la indigna falsificación, que el centelleo extinguido de la menor de sus obras inmortales. Toda originalidad es un aguilucho que no rompe la cáscara de su huevo más que en las regiones sublimes y fulminantes del Sinaí. ¡Sí, señor, he buscado mucho tiempo el arte absoluto! ¡Oh delirio! ¡Oh locura! ¡Mire esta frente arrugada por la corona de hierro de la desgracia! ¡Treinta años! Y el arcano que impetré de tantas vigilias pertinaces, al que inmolé juventud, amor, placer, fortuna, el arcano yace inerte e insensible, como el vil guijarro, en la ceniza de mis ilusiones. La nada no vivifica a la nada. Se levantó. Le testimonié mi conmiseración con un suspiro hipócrita y banal. -Este manuscrito -agregó- le dirá cuántos instrumentos han ensayado mis labios antes de llegar al que da la note pura y expresiva, cuántos pinceles usé sobre la tela antes de ver nacer en ella la vaga aurora del claro obscuro. Ahí están consignados diversos procedimientos, nuevos quizás, de armonía y de color, único resultado y únicarecompensaqueobtuvieranmiselucubraciones.Léalo.Melodevolverá
mañana. Las seis dan en la catedral; ellas expulsan al sol que se esquiva a lo largo de esos lisos. Voy a encerrarme para escribir mi testamento. Buenas noches. -¡Señor! ¡Bah! Estaba lejos. Me quedé tan quieto y confuso como un presidente a quien su escribano hubiérale apresado una pulga que cabalgara en su nariz. El manuscrito se titulaba: Gaspar de la Noche. Caprichos a la manera de Rembrandt y de Callot. Al día siguiente era sábado. Nadie había en la Arcabuz; algunos judíos festejaban el día del sábado. Recorrí la ciudad pidiendo informes acerca de M. Gaspar de la Noche, a cada transeúnte. Unos me respondían: "¡Oh! ¡Usted bromea!"; otros: "Eh! ¡Que le tuerzan el pescuezo!" Y todos al instante me dejaban plantado. Abordé a un viñador de la calle San Filiberto, muy pequeño y jorobado, que se contoneaba en su puerta riéndose de mi confusión. -¿Conoce usted al señor Gaspar de la Noche? -¿Qué es lo que quiere de ese muchacho? -Quiero devolverle un libro que me prestó. -¿Un libro mágico? -¿ Cómo? ... ¡Un libro mágico! ... Dígame, por favor, su domicilio. -Allá abajo, donde cuelga ese pie de cierva. -Pero, esa casa. . . usted me indica la del señor cura. -Es que acabo de ver entrar allí a la morena que le lava sus albas y sus corbatines. -Y eso ¿qué tiene que ver? -Eso quiere decir que el señor Gaspar de la Noche se engalana algunas veces como una joven y bonita muchacha para tentar a los devotos. Es testimonio de esto su aventura con San Antonio, mi patrono. -Déjese de bromas malignas y dígame dónde está el señor Gaspar de la Noche. -Está en el infierno, si es que no se ha ido a otra parte. -¡Ah!. . . ¡Acabo de comprender! Entonces... Gaspar de la Noche será... -¡Claro! ... !El diablo! -¡Gracias, mi amigo! ... Si Gaspar de la Noche está en el infierno, que se ase ahí. Yo imprimo su libro.

sábado, 15 de septiembre de 2007

Acepto que he comparado 3 libros de perez-reverte, y estoy dispuesto a leer toda la saga del capitan a la triste, por el momento estoy leyendo el club dumas, que por cienrto roman polaski la presento en una formidable pelicula con johny depp como Corso. El club Dumas. Me entere de este titulo al leer un articulo de Umverto Eco sobre el protocolo de los sabios de zion, dice Eco, que ese libro que es una leyenda y se atribuye como lectura de cabecera de Hitler esta basado en un cuento de Alejandro Dumas. Para el caso Eco menciona EL Club Dumas como esos libros de culto que pueden crear paradigmas.

Les recomendaria su lectura pero siempre esta el prejuicio intelectual hacia los thrillers.

jueves, 13 de septiembre de 2007

El sol muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo,el que está a la izquierdade quien mira, representando el astro rey una cabeza de hombre de la que surgen rayosde aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre ladirección de los lugares hacia los que quiere apuntar, y esa cabeza tiene un rostro quellora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que nopodemos oír, pues ninguna de estas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papely tinta, nada más. Bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol,ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas overgonzosas, y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada.Sin embargo, y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte natural, dosclavos los mantienen, profundamente clavados. Por la expresión del rostro, que es deinspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, erguida hacia lo alto, debe de ser elBuen Ladrón. El pelo, ensortijado, es otro indicio que no engaña, sabiendo como sabemosque los ángeles y los arcángeles así lo llevan, y el criminal arrepentido está, por lo yavisto, camino de ascender al mundo de las celestiales creaturas. No será posible averiguarsi ese tronco es aún un árbol, solamente adaptado, por mutilación selectiva, ainstrumento de suplicio, pero que sigue alimentándose de la tierra por las raíces, puestoque toda la parte inferior de ese árbol está tapada por un hombre de larga barba, vestidocon ricas, holgadas y abundantes ropas, que, aunque ha levantado la cabeza, no es alcielo adonde mira. Esta postura solemne, este triste semblante, sólo pueden ser los deJosé de Arimatea, dado que Simón de Cirene, sin duda otra hipótesis posible, tras eltrabajo al que le habían forzado, ayudando al condenado en el transporte del patíbulo,conforme al protocolo de estas ejecuciones, volvió a su vida normal, mucho máspreocupado por las consecuencias que el retraso tendría para un negocio que habíaaplazado que con las mortales aflicciones del infeliz a quien iban a crucificar. Noobstante, este José de Arimatea es aquel bondadoso y acaudalado personaje que ofreció laayuda de una tumba suya para que en ella fuera depositado aquel cuerpo principal, peroesta generosidad no va a servirle de mucho a la hora de las canonizaciones, ni siquiera delas beatificaciones, pues nada envuelve su cabeza, salvo el turbante con el que todos losdías sale a la calle, a diferencia de esta mujer que aquí vemos en un plano próximo, decabello suelto sobre la espalda curva y doblada, pero tocada con la gloria suprema de unaaureola, en su caso recortada como si fuera un bordado doméstico.Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todascuantas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser ademásMagdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, porpoco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará, a primera vista, quela mencionada Magdalena es precisamente ésa, pues sólo una persona como ella, dedisoluto pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tanabierto, y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos,razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas delos hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por elinfame cuerpo. Es, con todo, de compungida tristeza su expresión, y el abandono delcuerpo no expresa sino el dolor de un alma, ciertamente oculta en carnes tentadoras,pero que es nuestro deber tener en cuenta, hablamos del alma, claro, que esta mujerpodría estar enteramente desnuda, si en tal disposición hubieran decidido representarla,y aun así deberíamos mostrarle respeto y homenaje. María Magdalena, si ella es, ampara,y parece que va a besar, con un gesto de compasión intraducible en palabras, la mano deotra mujer, ésta sí, caída en tierra, como desamparada de fuerzas o herida de muerte. Sunombre es también María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda,primerísima en importancia, si algo significa el lugar central que ocupa en la regióninferior de la composición.Fuera del rostro lacrimoso y de las manos desfallecidas, nada se alcanza a ver de sucuerpo, cubierto por los pliegues múltiples del manto y de la túnica, ceñida a la cinturapor un cordón cuya aspereza se adivina. Es de más edad que la otra María, y es ésta unabuena razón, probablemente, aunque no la única, para que su aureola tenga un dibujomás complejo, así, al menos, se hallaría autorizado a pensar quien no disponiendo deinformaciones precisas acerca de las precedencias, patentes y jerarquías en vigor en estemundo, se viera obligado a formular una opinión. No obstante, y teniendo en cuenta elgrado de divulgación, operada por artes mayores y menores, de estas iconografías, sólo unhabitante de otro planeta, suponiendo que en él no se hubiera repetido alguna vez, oincluso estrenado, este drama, sólo ese ser, en verdad inimaginable, ignoraría que laafligida mujer es la viuda de un carpintero llamado José y madre de numerosos hijos ehijas, aunque sólo uno de ellos, por imperativos del destino o de quien lo gobierna, hayallegado a prosperar, en vida de manera mediocre, rotundamente después de la muerte.Reclinada sobre su lado izquierdo, María, madre de Jesús, ese mismo a quien acabamosde aludir, apoya el antebrazo en el muslo de otra mujer, también arrodillada, tambiénMaría de nombre, y en definitiva, pese a que no podamos ver ni imaginar su escote, talvez la verdadera Magdalena. Al igual que la primera de esta trinidad de mujeres, muestrala larga cabellera suelta, caída por la espalda, pero estos cabellos tienen todo el aire deser rubios, si no fue pura casualidad la diferencia de trazo, más leve en este caso ydejando espacios vacíos entre los mechones, cosa que, obviamente, sirvió al grabadorpara aclarar el tono general de la cabellera representada.No pretendemos afirmar, con tales razones, que María Magdalena hubiese sido, de hecho,rubia, sólo estamos conformándonos a la corriente de opinión mayoritaria que insiste enver en las rubias, tanto en las de natura como en las de tinte, los más eficacesinstrumentos de pecado y perdición. Habiendo sido María Magdalena, como es de todossabido, tan pecadora mujer, perdida como las que más lo fueron, tendría también que serrubia para no desmentir las convicciones, para bien y para mal adquiridas, de la mitaddel género humano. No es, sin embargo, porque parezca esta tercera María, encomparación con la otra, más clara de tez y tono de cabello, por lo que insinuamos yproponemos, contra las aplastantes evidencias de un escote profundo y de un pecho quese exhibe, que ésta sea la Magdalena. Otra prueba, ésta fortísima, robustece y afirma laidentificación, es que la dicha mujer, aunque un poco amparando, con distraída mano, ala extenuada madre de Jesús, levanta, sí, hacia lo alto la mirada, y esa mirada, que es deauténtico y arrebatado amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpotodo, todo su ser carnal, como una irradiante aureola capaz de hacer palidecer el halo queya rodea su cabeza y reduce pensamientos y emociones. Sólo una mujer que hubieseamado tanto como imaginamos que María Magdalena amó, podría mirar de esa manera,con lo que, en definitiva, queda probado que es ésta, sólo ésta y ninguna otra, excluidapues la que a su lado se encuentra, María cuarta, de pie, medio alzadas las manos, enpiadosa demostración, pero de mirada vaga, haciendo compañía, en este lado delgrabado, a un hombre joven, poco más que adolescente, que de modo amanerado flexionala pierna izquierda, así, por la rodilla, mientras su mano derecha, abierta, muestra enuna actitud afectada y teatral al grupo de mujeres a quienes correspondió representar, enel suelo, la acción dramática.Este personaje, tan joven, con su pelo ensortijado y el labio trémulo, es Juan. Igual queJosé de Arimatea, también esconde con el cuerpo el pie de este otro árbol que, allá arriba,en el lugar de los nidos, alza al aire a un segundo hombre desnudo, atado y clavado comoel primero, pero éste es de pelo liso, deja caer la cabeza para mirar, si aún puede, elsuelo, y su cara, magra y escuálida, da pena, a diferencia del ladrón del otro lado, queincluso en el trance final, de sufrimiento agónico, tiene aún valor para mostrarnos unrostro que fácilmente imaginamos rubicundo, muy bien debía de irle la vida cuandorobaba, pese a la falta que hacen los colores aquí. Flaco, de pelo liso, la cabeza caídahacia la tierra que ha de comerlo, dos veces condenado, a la muerte y al infierno, estemísero despojo sólo puede ser el Mal Ladrón, rectísimo hombre en definitiva, a quien lesobró conciencia para no fingir que creía, a cubierto de leyes divinas y humanas, que unminuto de arrepentimiento basta para redimir una vida entera de maldad o una simplehora de flaqueza. Sobre él, también clamando y llorando como el sol que enfrente está,vemos la luna en figura de mujer, con una incongruente arracada adornándole la oreja,licencia que ningún artista o poeta se habrá permitido antes y es dudoso que se hayapermitido después, pese al ejemplo. Este sol y esta luna iluminan por igual la tierra, perola luz ambiente es circular, sin sombras, por eso puede ser visto con tanta nitidez lo queestá en el horizonte, al fondo, torres y murallas, un puente levadizo sobre un foso dondebrilla el agua, unos frontones góticos, y allí atrás, en lo alto del último cerro, las aspasparadas de un molino. Aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva, cuatro caballeroscon yelmo, lanza y armadura hacen caracolear las monturas con alardes de alta escuela,pero sus gestos sugieren que han llegado al fin de su exhibición, están saludando, por asídecir, a un público invisible. La misma impresión de final de fiesta nos es ofrecida poraquel soldado de infantería que da ya un paso para retirarse, llevando suspendido en lamano derecha, lo que, a esta distancia, parece un paño, pero que también podría sermanto o túnica, mientras otros dos militares dan señales de irritación y despecho, si esposible, desde tan lejos, descifrar en los minúsculos rostros un sentimiento como el dequien jugó y perdió. Por encima de estas vulgaridades de milicia y de ciudad amurallada,planean cuatro ángeles, dos de ellos de cuerpo entero, que lloran y protestan, y se duelen,no así uno de ellos, de perfil grave, absorto en el trabajo de recoger en una copa, hasta laúltima gota, el chorro de sangre que sale del costado derecho del Crucificado. En estelugar, al que llaman Gólgota, muchos son los que tuvieron el mismo destino fatal, y otrosmuchos lo tendrán luego, pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en unacruz, hijo de José y María, Jesús de nombre, es el único a quien el futuro concederá elhonor de la mayúscula inicial, los otros no pasarán nunca de crucificados menores. Es él,en definitiva, éste a quien miran José de Arimatea y María Magdalena, éste que hacellorar al sol y a la luna, éste que hoy mismo alabó al Buen Ladrón y despreció al Malo, porno comprender que no hay diferencia entre uno y otro, o, si la hay, no es esa, pues el Bieny el Mal no existen en sí mismos, y cada uno de ellos es sólo la ausencia del otro. Tienesobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartelescrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorsacorona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera delcuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona. Nogoza Jesús de un descanso para los pies, como lo tienen los ladrones, y todo el peso de sucuerpo estaría suspenso de las manos clavadas en el madero si no le quedara un resto devida, la suficiente para mantenerlo erguido sobre las rodillas rígidas, pero pronto se leacabará, la vida, y continuará la sangre brotándole de la herida del pecho, como quedadicho. Entre las dos cuñas que aseguran la verticalidad de la cruz, como ella introducidasen una oscura hendidura del suelo, herida de la tierra no más incurable que cualquiersepultura de hombre, hay una calavera, y también una tibia y un omóplato, pero lacalavera es lo que nos importa, porque es eso lo que Gólgota significa, calavera, no pareceque una palabra sea lo mismo que la otra, pero alguna diferencia notaríamos entre ellassi en vez de escribir calavera y Gólgota escribiéramos gólgota y Calavera. No se sabe quiénpuso aquí estos restos y con qué fin lo hizo, si es sólo un irónico y macabro aviso a losinfelices supliciados sobre su estado futuro, antes de convertirse en tierra, en polvo, ennada. Hay quien también afirme que éste es el cráneo de Adán, ascendido del negrorprofundo de las capas geológicas arcaicas, y ahora, porque a ellas no puede volver,condenado eternamente a tener ante sus ojos la tierra, su único paraíso posible y parasiempre perdido. Atrás, en el mismo campo donde los jinetes ejecutan su última pirueta,un hombre se aleja, volviendo aún la cabeza hacia este lado.Lleva en la mano izquierda un cubo, y una caña en la mano derecha. En el extremo de lacaña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apostaríamos,contiene agua con vinagre. Este hombre, un día, y después para siempre, será víctima deuna calumnia, la de, por malicia o por escarnio, haberle dado vinagre a Jesús cuando élpidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco delos más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va,pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de lostres condenados, y no hizo diferencia entre Jesús y los Ladrones, por la simple razón deque todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra, y de ellas se hace laúnica historia posible.


Espero que lean al Saramago esto es un entre del evangelio segun jesucristo

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Les deseo feliz navidad

viernes, 7 de septiembre de 2007

voy a empezar a publicar